Discurso ofrecido por Josefina Ramírez de Arellano en la
entrega de donativo de la Fundación Ramírez de Arellano al
Colegio de Ciencias Agrícolas del Recinto Universitario de Mayagüez

24 de agosto de 2004

Buenos días.
Licenciado Antonio García Padilla, presidente de la Universidad de Puerto Rico; doctor Jorge Iván Vélez Arocho, rector del Recinto Universitario de Mayagüez y demás miembros de la Facultad del Recinto que nos honran con su presencia. Mi padre Alfredo Ramírez de Arellano, presidente de la Fundación Alfredo Ramírez de Arellano Rosell (ARAR); Ubaldino Ramírez de Arellano, quien ha llevado a cabo en la parte correspondiente a la Fundación todos los esfuerzos y pormenores que culminan hoy en este acto; demás miembros de la Junta de Directores de la Fundación y familiares que hoy nos acompañan. Me dirijo a ustedes en nombre de mi padre Alfredo Ramírez de Arellano Bártoli, quien me ha cedido este privilegio, para hablarles de mi abuelo Alfredo Ramírez de Arellano Rosell, en cuyo nombre se hace hoy este donativo.

Mi abuelo fue un hombre que amó la tierra. Amó la tierra en que nació, la tierra que cultivó con esmero, la tierra agradecida que lo hizo próspero. Amó la tierra puertorriqueña. Contaba mi padre que llegaba a su hogar con los grumos adheridos a las botas como símbolo de un buen día de trabajo. Desgranaba en sus manos un puñado seco de tierra para notar su consistencia y su tipo como quien acaricia y atiende el objeto de sus afectos.

Mi abuelo no hizo estudios universitarios. Se graduó de la universidad de la naturaleza. Fue directo a la observación de las fuentes primarias, a la experimentación con las plantas vivas. Huérfano de padre y madre, recibió a los 18 años su modesta herencia en tierras y comenzó a trabajar. Entonces la agricultura era la principal fuente de ingreso en el País y la producción de azúcar la principal industria. La caña de azúcar se volvió su consentida. Mi tía Haydée Ramírez de Arellano, una de sus hijas poetisas, lo llamó metafóricamente “el general de los ejércitos verdes”, evocando su imagen a caballo mientras volteaba las piezas de caña entre altas guajanas semejantes a soldados con bayonetas.

Mi abuelo vivió el cambio de la hacienda azucarera del siglo 19 a la central azucarera del 20. Apostó en ello todas sus fichas. Eran otros tiempos. Cuando al dueño de las fincas se le llamaba patrón. Eran otro tipo de relaciones obrero patronales. Menos reglamentadas y seguro que menos equitativas que las actuales, pero en aspectos humanos frecuentemente más afectuosas y compasivas, sobre todo cuando se trataba de empresarios puertorriqueños en comparación con empresarios extranjeros.

Luego vino el cambio socioeconómico de Puerto Rico. Los agentes del cambio pensaron que los problemas del trabajador puertorriqueño desaparecerían con la Operación Manos a la Obra. Indiscutiblemente, la industrialización y desarrollo económico mejoró materialmente a cientos de miles de ciudadanos. Pero cincuenta años después, cuando se analiza la Historia (con mayúscula), y se pasa juicio sobre la trayectoria de Puerto Rico en el siglo 20, hubo que reconocer que, indirectamente, a sabiendas o no, se le dio un golpe violento a la agricultura. Los problemas sociales de entonces no desaparecieron; sólo sufrieron mutaciones y se añadieron además nuevos problemas propios de sociedades industrializadas. Esta opinión personal la expreso con lástima, convencida de que prácticamente mataron la agricultura sin necesidad de ello, como una muerte inútil.

Alfredo Ramírez de Arellano Rosell dedicó su vida a la agricultura. Extendió sus predios. Expandió sus bienes. Levantó una familia de 10 hijos con el producto de la tierra. Cuando no habían cazahuracanes que pusieran sobre aviso a nadie. Sólo había aguacateros, o tal vez los pescadores que observaban las tijeretas en tierra y concluían que había tormenta en el mar. Por supuesto, no había riego por goteo, ni plaguicidas no tóxicos ni seguros sobre las cosechas.

En el Puerto Rico del siglo 21 se quiere revivir y salvar en lo posible la agricultura. Actualmente, los agricultores puertorriqueños que quedan tienen a su disposición el apoyo de la tecnología más avanzada y/o experimental. Disponen de toda clase de ayudas estatales y federales. Descubrimientos nuevos, como la genética, se suman a los conocimientos interdisciplinarios para contribuir al desarrollo de las ciencias agrícolas y sus derivados. De ahí que en la Academia sea actualmente donde radica la esperanza para que subsista en Puerto Rico la agricultura. Una agricultura sofisticada que no va a ser la industria principal del País, pero sí puede ser un elemento importante para disminuir parcialmente nuestra dependencia en las importaciones. Los fondos que hoy se donan al Recinto son destinados a la construcción de un Centro de Innovación y Tecnología AgroIndustrial. En este centro se fomentará y respaldará el establecimiento y desarrollo de agroindustrias, o sea industrias que utilizan bienes agrícolas como materia prima para producir productos de consumo alimenticio.

Con esta donación la Fundación ARAR, creada por mi abuela Josefa Bártoli de Ramírez de Arellano en memoria de su esposo y presidida hasta el sol de hoy por mi padre, quisiera inspirar a otras empresas e individuos puertorriqueños a contribuir al mundo de la Academia. Las instituciones educativas en Puerto Rico merecen ayuda del capital privado local. Merecen más donativos que ningún partido político. Respaldarlas económicamente redunda en beneficios concretos para todos y para futuras generaciones. Con esta filosofía es que, en memoria de Alfredo Ramírez de Arellano Rosell, hombre de la tierra, mi padre Alfredo Ramírez de Arellano Bártoli, lleva a cabo esta donación al Recinto Universitario de Mayagüez. Muchas gracias.