Angie Natalia Bustos Lemus
De allá y de acá
Tinta regada
9 – enero de 2026
Nacemos migrantes. Venimos de padres inmigrantes y nuestros ancestros también lo fueron. La verdad es que la tierra no nos pertenece: habitamos este mundo y compartimos el espacio con los otros y con lo otro.
Mi linaje es difuso. Ignoro quiénes fueron mis ancestros, pero no los niego. Los siento en mi sangre, en mis venas: cuando los tambores llaman, cuando mis caderas resuenan, cuando los colores vistosos y los patrones complejos me invitan a reconocerlos. Los percibo en las plantas, en el agua, en el fuego. Cuando me descalzo y el viento susurra, cuando la sabiduría toca a mi puerta, ahí están: presentes y atentos.
Siento a mis ancestros cuando me levanto cada día y me miro al espejo. Mi piel no es clara ni oscura: es color canela, como decían las abuelas. En mi rostro reconozco mis cachetes prominentes, mis ojos almendrados y mi nariz amplia. Mi cabello, indeciso, a veces quiere ser liso y otras veces quiere ser crespo.
Otros días simplemente me pierdo. Me diluyo entre el asfalto, la premura, el afán y esa inmediatez del presente que, paradójicamente, vive creyendo en el mañana del progreso.
Mis padres tampoco saben mucho. O quizá no me hablan demasiado acerca de sus familias. Mi padre asegura que sus padres y abuelos eran oriundos del centro del país, pero ¿de dónde eran sus ancestros? Esa es una gran pregunta.
Sus abuelos migraron del campo a la ciudad, provenían de familias numerosas que por el azar y en gran medida a causa del conflicto armado en el país, se encontraron en la forzosa tarea de encontrar un nuevo hogar. Como en tantas familias, es extensa por ignorancia: mi padre tiene hermanos que nunca conoció y, por tanto, yo primos que tal vez jamás vea. Algunos de sus parientes son de tez clara y cabello rubio; en cambio, mi padre es moreno y de cabello intensamente negro.
Mi madre, en cambio, me cuenta que solo conoció a su madre. La abuela -que en paz descanse-relataba historias de la familia, aunque con los años dejó de nombrarlos. Cuando yo era pequeña, la escuchaba decir que había vivido en una gran hacienda, que su familia era adinerada y que tenían muchos empleados. Ella no creció con su madre sino con una tía, y un día, cuando vio que la vida no era lo que esperaba escapo de casa. Tal vez, en otra versión de la historia, mi abuela haya sido una de esas trabajadoras de la finca, y esa fue la forma en la que imaginó su vida. Nunca sabremos si tendremos una herencia de una familia adinerada, ni cómo serían los atardeceres de aquella hacienda, ni la misteriosa tía Ermelinda.
Lo cierto es que mi abuela se escapó siendo muy joven. En palabras más o palabras menos, migró de su “casa”, si es que realmente alguna vez tuvo un hogar. Entre idas y venidas, terminó asentándose en lo que hoy llamamos terruño. Fue siempre una mujer hermosa, de ojos claros y cabello bien “churco”, como decimos nosotros. Todos pensaban que yo tendría su cabello, pero el mío también se pierde entre líneas: a veces parece querer ser de un bando, a veces del otro.
Mi mamá, que había pasado gran parte de su vida en el campo, un día en que el dinero no alcanzaba pa’ na, decidió migrar a la ciudad, como hicieron también los abuelos de mi padre. Y como tantos otros migrantes, buscaba una vida mejor. Nadie dijo que fuera fácil. Yo siempre he creído que fue la experiencia más dura de su vida. Sin embargo, en su voz escucho a una mujer fuerte, orgullosa de su decisión. Siempre nos cuenta las penumbras, el acoso, los insultos y la discriminación que sufrió, y que hoy recordamos como anécdotas que nos hacen reír para no llorar.
En medio de la caótica capital, entre los pitos de los carros y el humo de las fábricas, en pleno auge industrial del país, conoció a mi papá. Juntos establecieron un hogar en la ciudad de todos y de nadie, y dieron vida a tres hijos. Yo nací como el último milagro de ambos. Vivimos mucho tiempo en la ciudad, aunque mi madre nunca dejó de recordarnos su pueblo.
Recuerdo bien la emoción con la que esperaba el último día de clases. Apenas sonaba la campana, empacaba mi maleta para viajar a mi otra casa: el terruño. Allí me esperaban los abrazos de mi tía, los juegos con mis primitos, las historias de mi abuela y la vida tranquila del campo. Los días en el pueblo se hacían más largos y las despedidas más cortas. Así crecí, de allá y de acá. Siempre quise vivir en el pueblo cuando la ciudad me resultaba caótica, pero anhelaba la ciudad cuando me aburría en el pueblo.
Entre esa incongruencia y ambivalencia pasaban mis días. Luego, por razones del destino -o mejor dicho, por la recesión económica-, mi vida comenzó por segunda vez en el terruño. Nos mudamos al pueblo y me vi confrontada con una realidad diferente. Aunque al principio fue muy difícil aceptar el inicio de una nueva vida -y de una nueva yo-, terminé disfrutando como nunca de mis días en el pueblo: los abrazos de mi tía, las historias de fantasmas, los helados en la plaza y las huacas perdidas de mi abuela.
Nunca me había detenido a reflexionar sobre mi historia o mi presente. Pero aquí estoy: reviviendo, a mi manera, la vida de mi abuela y de mi madre. Diferente en muchos aspectos, pero bajo la misma premisa: buscamos un futuro distinto, buscamos alas para volar y sueños por alcanzar.
Hoy, como ellas, también migré. Aún no estoy segura de si habrá un lugar para mí aquí, como lo encontró mi abuela en su momento, o si terminaré regresando a mi tierra, como lo hizo mi madre. Pero tengo la convicción de que estoy dispuesta a descubrirlo.
A encontrarme en otras calles y a perderme en ellas. A verme reflejada en la infinidad de los mares, en las olas isleñas y en los manglares de la hermosa isla del encanto. A escuchar la bomba y la plena, a saborear unos tostones y a abrazar la calidez de su gente. Una isla a la que, hace poco, tuve que decirle ¡hasta pronto!
De nuevo migro, ahora de costa a costa: del Caribe al Pacífico. Un mundo totalmente distinto. Aquí los días transcurren por estaciones, el mar es frío y las iguanas no corretean. Pero la montaña me llama, los ríos me invitan a fluir y las caminatas le dan paz a mi mente.
Y qué decir de sus colores: los tulipanes anuncian la primavera, los girasoles nos llenan de luz, las hojas de otoño avivan el misterio. Ansío conocer el invierno, hibernar en mis silencios y dejarme abrazar por la nieve.
Este nuevo lugar guarda un sinfín de rincones por descubrir.
Hoy, en nuestra pequeña familia, la nueva ascendencia está representada por mi sobrina -hija y nieta a la vez-. Apenas empieza a decir sus primeras frases y a comprender la realidad más próxima. Estar lejos de “casa” me mantiene también lejos de su crianza, de sus primeras veces y de su afecto. Sin embargo, creo firmemente que nuestra familia -y yo misma, en muchos casos- podremos contarle la historia de nuestra abuela, de mi madre y de mí.
Que nuestras memorias sean inspiración para que ella alce sus alas y vuele lejos, o para que decida quedarse y abrazar a los suyos. Que sea libre de elegir su camino, y que el mundo esté preparado para recibir sus elecciones y experiencias.
La historia del migrante siempre se repite. En todas nuestras familias, cercanas o lejanas, existe ese pariente que, por alguna razón, viajó, salió, saltó y exploró otros rincones: otras fronteras, otras culturas, otros idiomas, otros colores. Solo espero que siempre seamos recibidos en la tierra. Al fin y al cabo, de ella venimos y a ella volveremos.
