Jerry Torres-Santiago
La línea y el ornitorrinco
Tinta regada
8, 2025
La película de 1999, El guerrero número 13, está basada en la novela Devoradores de cadáveres de Michael Crichton, quien a su vez se inspiró en el mito nórdico de Beowulf. El trasfondo de la historia es la convergencia en el siglo X de tres pueblos muy distintos: la refinada sociedad árabe del califato de Bagdad, la informal confederación de tribus vikingas que habitaban las márgenes del río Volga en lo que hoy es Rusia, y un anacrónico pueblo de cultura Neanderthal cuya presencia en la península escandinava creó el caos violento que es el detonante de la acción. La película fue un fracaso financiero, pero se ha convertido en lo que se llama cine de culto, puesto que el protagonista es uno de los primeros musulmanes que se presentan como héroe en la cinematografía de Hollywood. Exiliado por el califa de Bagdad, el protagonista —un poeta— llega hasta la aldea de los vikingos del Volga. Una mañana, aparece en el río un barco vikingo, envuelto en la niebla. De pie, quieto, sobre la proa, un niño mira al líder vikingo Buliwyf que lo contempla en silencio. El poeta, Admad ibn Fadlan, pregunta a Buliwyf por qué no habla con el niño y el vikingo contesta: «Estoy decidiendo si el niño es o no un fantasma.»
La realidad es una decisión. En español aprender y aprehender son sinónimos, pero aprehender tiene una acepción interesante que es la siguiente: «concebir las especies de las cosas sin hacer juicio de ellas o sin afirmar ni negar.» Por esto, a veces aprendemos sin aprehender. Quizá sea porque el proceso de aprender es más rápido y útil, es decir, aplicable de inmediato para beneficio propio. La cantidad de tiempo que se invierte en conocer profundamente una cosa, en aprehenderla, es tan largo que pierde su utilidad, puesto que el tiempo humano es finito y debe ser utilizado con economía: un más por menos insoslayable. Un árbol tiene miles de hojas, cada una diferente. Si invirtiéramos tiempo para dibujar cada hoja, al final del ejercicio podríamos estar cerca de la aprehensión, del conocimiento profundo y esencial de la hoja. El ser humano no opera así todo el tiempo: aprehendiendo las cosas. Es un ser que le apremia adquirir conocimiento (no necesariamente profundo) para usarlo a su conveniencia. La prisa, podemos decir, nos llevó como especie a la abstracción. Después de conocer una hoja, el ser humano la esquematiza, la conceptualiza, la vuelve idea, y con este modelo, con este molde, «conoce» todas las hojas. Es la manera que tenemos nosotros —seres finitos— para enfrentarnos sin miedo a la infinitud del Universo.
El concepto es un reflejo de la realidad, un facsímil razonable que nos permite funcionar dentro de la naturaleza sin abrumarnos por el enorme desconocimiento que tenemos de ella. Es como cuando un locutor de radio o comentarista de televisión le pide a un experto que traduzca el tema en «arroz y habichuelas.» Poseemos una tendencia natural a la simplificación, lo que conduce por necesidad a las explicaciones maniqueas, o binarias como se dice en estos días. En el mundo antiguo la realidad podía tener varios rostros y correspondía a cada ser humano decidir cuál le convenía ver. Las religiones monoteístas ayudaron a crear una explicación en blanco y negro del mundo: el que no está conmigo está contra mí, justos o pecadores, cielo o infierno. Surgió entonces la línea, la divisoria tajante que marcaba los extremos de la antípoda. Las explicaciones simples y claras son una abstracción que potencia la subyugación, el abuso, el discrimen y la intolerancia. Es una lectura acomodaticia para los que ostentan el poder y aquellos —una multitud— que lo apetecen abierta o calladamente y trabajan por obtenerlo ignorando toda consideración o límite.
Y entonces Dios creó al ornitorrinco. En la literatura sagrada judeocristiana la idea de la creación es un precepto fundamental. Dios creó el cielo y la tierra, la noche y el día, lo mojado y lo seco, separando ambas realidades. Un orden perfecto basado en la separación. El ser humano descrito en el libro del Génesis dio nombre al resto de las especies animales, una metáfora de su pretensión de dominio absoluto sobre ellas. La clasificación biológica de plantas y animales es una de las manifestaciones más claras de nuestra necesidad ontológica por dominar, por ordenar, por clasificar, por etiquetar, lo que llamamos hoy tagging. El reino animal es una clasificación biológica del Dominio Eukaryota. Ese reino es parte de una serie de cajas explicativas jerárquicas donde se incluyen los rangos taxonómicos Phylum, Clase, Orden, Familia, Genus y Especie. El ornitorrinco desafía ese esquema, no encaja… en ninguna caja taxonómica. ¡Es un mamífero que pone huevos! El ornitorrinco es la única especie de su genus, algo que intriga a los científicos por su extrema rareza. Pero como la conveniencia es ponerle nombre a todo según la recomendación bíblica, los biólogos llaman al ornitorrinco un monotypic taxon, es decir, un animal único de un grupo taxonómico único. El ornitorrinco es un ejemplo —entre otros— de una realidad natural que se sale de la matriz ordenadora humana.
El lenguaje binario —compuesto por ceros y unos— es uno de los inventos más útiles de la humanidad, permitiendo la producción de máquinas muy eficientes en cuanto a la velocidad con la que procesan datos. La rapidez para adquirir conocimiento, ya lo dijimos, es una de las características que explican la evolución del ser humano y su rol destacado entre todas las especies del planeta. Lo binario es un lenguaje sencillo y altamente abstracto. Cuando era adolescente, existía una profesión llamada taquigrafía que era muy usada en los tribunales. Se usaban unos símbolos parecidos a la escritura árabe que simplificaban las palabras y permitía a los asistentes de oficina tomar notas manuales muy rápido, casi a la misma velocidad del lenguaje hablado. Era una forma abreviada del lenguaje como el demótico con relación al jeroglífico egipcio. Los actuales emojis son una ayuda al lenguaje parecido a la taquigrafía. Sin embargo, una serie de emojis no son un lenguaje puesto que carecen de la variedad expresiva, de los grises, del lenguaje común. El quid de la cuestión aquí es precisamente eso: los grises.
Cuando se enunció con voz poderosa que se separó la luz de la tiniebla, las mentes oportunistas crearon y crean un imaginario de luz y sombra absolutos, como si fuera un asunto de manipular un interruptor eléctrico. Arriba es On y es día, abajo es Off y es noche. Esto sirve para adelantar el final del cuento porque la audiencia es impaciente, pero no se acerca un ápice a sustituir el cuento completo. El resumen nunca podrá sustituir el placer de la obra completa. La plenitud, lo real, es que entre el negro y el blanco existe una amplia zona gris, una región de penumbra, un espacio de transición. Es el amanecer… es el atardecer… Una realidad tan increíblemente hermosa que vive en las obras de numerosos artistas que han reconocido en ese espacio un lugar especialmente significativo y convertible en una poderosa símil. Es el twilight zone, el tiempo donde se acaba o comienza la noche. Es el mundo de la vigilia entre estar despierto y estar dormido. En esa ambigüedad del ser y el no-ser, como afirmaron Parménides y Shakespeare, reside una de las caracterizaciones más certeras de la humanidad. Ni humano ni divino, parafraseando a Pico della Mirandola, ese punto medio es la gloria y la condena del ser humano. Sin embargo, lo híbrido, lo mestizo, lo distinto… son molestias políticas. Porque como no se pueden categorizar, son realidades e individuos difíciles de controlar. Existen minorías ambiguas que no pueden derretirse para formar un melting pot, un metal uniforme, como afirmó el politólogo Juan Manuel García Passalacqua con referencia a Puerto Rico y Estados Unidos. Son las decisiones sobre la realidad las que más pesan porque son armas de control social para lograr un mundo perfecto que no existe.
La geometría es perfecta artificialmente. Es la idea mortal de lo eterno. Su creación fue el resultado de la necesidad humana por moldear el mundo a nuestra imagen y semejanza. La intención de la geometría es aprehender el cosmos convirtiéndolo en una idea, es reducir lo infinito a un tamaño entendible. Una línea o un círculo geométrico son algo distinto diametralmente a lo que podríamos describir como líneas y círculos en la naturaleza. Una línea geométrica es una progresión de puntos en la misma dirección, mientras que un círculo geométrico es una línea que se conecta consigo misma y cuyos puntos están colocados a la misma distancia de un centro. En la naturaleza existen cosas que parecen líneas o círculos, pero no son líneas ni círculos geométricos. Si pudiéramos ver con un microscopio una línea dibujada con un lápiz sobre papel veríamos puntos de grafito que no están colocados exactamente en la misma dirección o distancia. Y si entráramos al nivel atómico del grafito constataríamos que las distancias constantemente cambian porque los átomos se mueven. No hay nada fijo.
Resulta entonces que encajonar la realidad en categorías fijas e inmutables conlleva siempre a un conocimiento superficial, utilitario tal vez en casos de pretensión de poder, pero que es un conocimiento que no abarca la inmensurable naturaleza aún de las cosas de apariencia más simple. Y si consideramos el conocimiento de los seres humanos, la pretensión reduccionista de las categorías es ofensivamente absurda. El prejuicio, la cosificación, y la arbitrariedad, son parte de la experiencia social a través de los siglos y productos de la reducción analítica. Adoptar herramientas de enfoque binario multiplica y extiende el desconocimiento. Aceptar utilizar múltiples posibilidades de explicación —la ambigüedad y la contradicción incluso— permite acercarnos con mejores posibilidades de éxito al conocimiento profundo, a la aprehensión, a la sabiduría. El primer efecto social inmediato de usar lo ambiguo como método analítico de la realidad será hacernos tolerantes, compasivos y seguros, menos dados a estigmatizar y más dispuestos a celebrar las convergencias dentro de la diversidad.
