Carlos Díaz: Una vida sembrada en el Colegio
Por Mariam Ludim Rosa Vélez (mariam.ludim@upr.edu)
Prensa RUM
viernes, 13 de junio de 2025
El deber de un hombre está allí donde es más útil.
José Martí
Su relación con el Recinto Universitario de Mayagüez (RUM) inició en septiembre de 1962, cuando, a sus 13 años, se reencontró en la Sultana del Oeste con su padre, el doctor Manuel Díaz-Piferrer Ruiz, un científico cubano especializado en ficología marina que laboraba en la institución.
Su nacimiento, un 26 de agosto de 1949, en el pueblo de Banes de Oriente, al extremo norte de la provincia de Holguín en Cuba, presagiaba una ruta de aventuras, pasión y servicio, cuyo cuadrante principal fue antes, es ahora, y será siempre: ¡el Colegio!
No necesita mucha presentación, porque su proyección de voz inigualable anticipa su llegada en el lugar donde esté. Carlos Antonio Díaz-Piferrer Sierra, o Carlitos para muchos, salió de Cuba hacia Miami, Florida, como parte de la Operación Peter Pan. Específicamente, fue un 27 de mayo de 1962, día en que por última vez vio su natal terruño y dejó atrás a sus familiares, incluyendo a su progenitora, la maestra Cándida Margarita Sierra González, quien años después también pudo relocalizarse en Miami.
Marcado por ese contexto histórico, y como parte de ese éxodo masivo de menores cubanos a los Estados Unidos, meses después llega a Mayagüez y a su casa grande: ¡el Colegio!
Este mayagüezano por adopción concluyó el duodécimo grado en la Escuela Superior Eugenio María de Hostos en 1968. Esto fue el preámbulo para su vida universitaria en el campus que ya había recorrido desde sus 13 años, de la mano de su padre. Fue así que se graduó, en 1975, de un bachillerato en Ciencias con especialidad en Geología. ¡Ya han pasado 50 años desde su graduación! Por eso, forma parte del privilegiado grupo de padrinos y madrinas de la centésima duodécima colación de grados del recinto mayagüezano de la Universidad de Puerto Rico (UPR).
¿Qué representa este momento histórico?, le preguntó Prensa RUM.
“¡Inimaginable! Jamás pensé que este momento llegaría. Es un verdadero tesoro que guardo en el corazón. He estado profundamente vinculado a esta institución por 63 años, desde que era conocida como el Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas. Llegué aquí el 17 de septiembre de 1962, siendo muy joven, y prácticamente me crié en el Recinto. Mi papá era profesor de Biología en el edificio que está justo detrás de nosotros (en referencia al edificio Luis De Celis), y viví aquí experiencias inolvidables durante mi infancia”, recordó.
Con su característico tono narrativo, que presta atención a todos los detalles de la historia, relató cómo era el campus en esa época.
“El Colegio en los años setenta era otro mundo. No existía el Pórtico, los edificios eran pequeños, y para matricularse había que ir a una casita de madera, llenar una tarjeta y llevarla a los distintos decanatos para que la poncharan. Nada de digital. La cafetería estaba en el Centro de Estudiantes, y era atendida por una cooperativa de empleados que nos trataban de maravilla. Si te faltaba una peseta para el almuerzo, ellos la ponían. Cerca de aquí, en el puente de Barcelona, estaba El Mosquero, un negocio de Gitany, donde por un peso comías arroz, habichuelas y bistec… ¡y podías repetir el arroz y las habichuelas! La convivencia entre los estudiantes era muy especial. La mayoría éramos hombres, y los bailes eran todo un acontecimiento: nos reuníamos en el Centro de Estudiantes o en la fraternidad Alpha Beta Chi, y entre todos decidíamos quién sacaba a quién a bailar. Y nunca se me olvida: a las ocho de la mañana sonaba el pito de la cervecera, que se combinaba con el carrillón de la torre tocando el himno del Colegio. Esa era nuestra alarma: ‘¡Arranquen que van a empezar las clases!’”, describió.
Entre 1970 y 1975, Puerto Rico atravesó años decisivos que transformaron su panorama social y político. Fue una etapa marcada por cambios en el liderato político, una economía impactada por la crisis del petróleo, el aumento en la migración de familias hacia Estados Unidos y una efervescencia estudiantil que se manifestó en huelgas significativas dentro del sistema de la UPR.
“Una de las vivencias más fuertes que tuve como estudiante fue durante una huelga universitaria. Todos los huelguistas acampaban en un bosquecito donde hoy está la placita de Chardón, con casetas y todo ese revuelo. Un día vine a recoger la correspondencia de mi papá al Departamento de Biología, y un muchacho me increpó, pensando que llevaba material contra la huelga. Me eché a reír, y justo estaba cerca Freddy Valentín, quien vino a defenderme. No llegamos a pelear, pero sí hubo una discusión fuerte. Eso llegó a oídos del rector de entonces, don Fred Soltero Harrington, quien me mandó a buscar. Subí a su oficina, y él me dijo unas palabras que marcaron mi vida: ‘Esta institución, lo más importante que tiene son sus estudiantes. Nuestro mayor deber es ayudarlos a ser excelentes y extraordinarios, y acompañarlos en el camino que decidan tomar’. Esa enseñanza la llevo conmigo hasta el día de hoy. Cuando empecé a trabajar aquí como empleado, nunca olvidé que nuestra razón de ser son los estudiantes”, afirmó.
Durante su vida universitaria participó de la investigación denominada Proyecto de Palmas Altas, junto al doctor Sigli. Se trató de un estudio que se llevó a cabo del 1972 al 1974 sobre la viabilidad de establecer una planta nuclear en el norte de la isla.
Precisamente, tras graduarse, laboró por un tiempo en fotografía y en una agencia gubernamental.
“Después de graduarme, estuve un tiempo fuera del Colegio. Trabajé con mi hermano en un negocio que desarrollamos en Mayagüez, el Mayagüez Color Lab, que fue el primer laboratorio de colores en el pueblo. También trabajé con Codremar, una agencia gubernamental enfocada en estudios de biología marina. Estaban ubicados cerca de la correccional y operaban embarcaciones desde varios puntos como Ramey, Ponce y el área oeste. Hacíamos trabajos con peces pelágicos por toda la isla. Fue una etapa de mucho aprendizaje”, relató.
Más adelante, y sin buscarlo, surgió una oportunidad de regresar al alma mater para laborar.
“Volví al Colegio casi por casualidad. Un día vine a un Retorno Colegial y me encontré con doña Gloria Vizcasillas, secretaria del Senado Académico y la Junta. Me preguntó: ‘Carlitos, ¿qué tú estás haciendo?’, y le dije que había tomado unos cursos de microfilmación. Me dice: ‘¡¿Tú sabes de microfilm?! Tenemos un problema terrible aquí’. Así fue como terminé citado a la oficina del rector Salvador Alemañy ese mismo lunes. Me pidió que montara un Centro de Microfilmación porque la bóveda estaba a punto de colapsar, ya no cabía un papel más”, rememoró.
Luego, cuando se retiró el entonces fotógrafo oficial del Recinto, pasó a ocupar esa plaza.
“En el 89, William se retira y me trasladan a la Oficina de Prensa como fotógrafo, porque tenía experiencia en fotografía; incluso había colaborado con mi hermano en el almanaque del Western Bank. Doña Gloria me orientó sobre archivística, y me fui interesando cada vez más en conservar la historia del Colegio. Comencé a rescatar negativos y fotos antiguas que estaban guardadas sin orden ni información. Me las traje en mi carro, las archivé y les di contexto: fecha, evento, significado. Porque una foto sin información, sin saber qué ocurrió ese día, pierde su valor. Y yo sabía que esa historia no se podía perder”, puntualizó.
La fecha exacta en la que comenzó a trabajar en el RUM fue el 4 de abril de 1984, y sigue activo 41 años después. Además de su labor profesional, también es custodio de las mascotas colegiales desde 1985 y el Scout Master de la Tropa 39 del RUM. Del mismo modo, es vicepresidente de la Asociación Fundación Alumni y consejero de la Fraternidad de Servicio Alpha Phi Omega.
“He estado reflexionando sobre todas mis andanzas en esta institución, y sin duda, la más significativa ha sido la de formar a mis siete hijos. Gracias a mi trabajo aquí y al sustento que me brindó el Colegio, he podido ayudarlos a crecer y convertirse en personas de bien, útiles a la sociedad. Pero también tengo muchos otros hijos del corazón: los muchachos de la Tropa 39, donde he sido Scout Master por muchos años. Todos ellos, de una forma u otra, son hoy embajadores del Colegio en distintos rincones del mundo. Esa es mi mayor vivencia, mi mayor legado”, afirmó.
De hecho, hablar sobre sus hijos, todos colegiales, siempre lo llena de orgullo y emoción. Son Carlos Antonio Díaz Arzola, egresado de bachillerato y maestría de Ciencias Agrícolas; las gemelas Milagros y Margarita Díaz Arzola, exalumnas de Biología y Administración de Empresas, respectivamente; Manuel Díaz Arzola, de Kinesiología y especializado en menores con diversidad funcional; Coral Díaz-Piferrer Acevedo, de Biología; Laura Díaz-Piferrer Acevedo, de Enfermería; y Adrián Díaz-Piferrer Acevedo, estudiante de Inglés. También recuerda con tristeza a su hijo fallecido de días de nacido por muerte súbita, Esteban Díaz Arzola.
Todos lo saben. A Carlitos la sangre verde emana de sus poros y toda su filosofía de vida está vinculada con el Recinto que lo acogió desde su niñez.
“Esta mañana, mientras venía hacia el Colegio, escuchaba a un neurólogo que recientemente subió el Monte Éverest. Y dijo algo que me estremeció: que subir y bajar esa montaña es como la vida. Alcanzar la cima es duro, pero bajarla… es aún más difícil. Yo no sé si llegué a mi cima, pero sí sé que cumplo 76 años este agosto y el trayecto ha sido intenso. Y si algo he aprendido, es esto: hay que amar a esta institución”, enfatizó.
Asimismo, compartió una reflexión con la cepa de recién graduados colegiales.
“A las nuevas generaciones les digo: ayuden a que el Colegio siga cumpliendo su misión de servir al pueblo de Puerto Rico. Porque esta institución no solo forma profesionales; sino seres humanos comprometidos. Nuestros estudiantes, nuestros egresados, están regados por el mundo entero dejando el nombre del Colegio en alto. Tenemos colegiales en la NASA, en universidades internacionales, y hasta en Nueva Zelandia, como Sergio Morales, que es profesor y experto en lombrices. Todos ellos siguen conectados con su alma mater. Y si quieren aportar, hay maneras de hacerlo: la Asociación y Fundación Alumni, la Oficina de Exalumnos, y el proyecto Yo Soy Colegio, entre otros, porque esta institución nos marcó y nos sigue llamando”, concluyó.